25 ene 2018

Isabel de Valois, reina consorte de España

Nacimiento y primeros años
Cuando Enrique y su esposa, Catalina de Médicis, aún eran delfines de Francia, nació el 13 de abril de 1546 en el castillo de Fontainebleau una niña a la que se impuso por nombre Isabel. A los tres años de edad, la princesa francesa fue prometida en matrimonio al rey de Inglaterra, Eduardo VI. La infancia de Isabel transcurrió en la itinerante corte francesa, rodeada de comodidades. Tras su nacimiento, fue puesta bajo la tutela de la amante de su padre, Diana de Poitiers. Cuando la princesa tuvo edad suficiente comenzó su instrucción en compañía de María Estuardo, la prometida de su hermano el futuro Francisco II. La educación de ambas tuvo un marcado carácter humanista y fue vigilada atentamente por Catalina de Médicis. Isabel demostró en todo momento poseer una gran inteligencia y parece que desde su infancia sintió adoración por la música y por las artes, seguramente como fruto de su educación, muy influenciada por los principios del Renacimiento.

Isabel de Valois, Clouet, 1549. Fuente: Madame Guillotine.co.uk


Matrimonio
El proyectado matrimonio con el rey inglés no llegó a celebrarse debido a la muerte de Eduardo VI en 1553. La primera aparición pública de Isabel de Valois se produjo con motivo de la boda del futuro Francisco II y María Estuardo. En la búsqueda de un nuevo pretendiente surgió el nombre de Carlos, hijo de Felipe II, enlace que se acordó en 1558, cuando Isabel tenía doce años y Carlos trece. El príncipe Carlos era un muchacho enfermizo y retrasado a quien le hizo mucha ilusión su prometido enlace al contemplar el retrato de su novia, enviado desde la corte francesa. Cuando iniciaron las negociaciones, aún vivía la segunda esposa de Felipe, por lo que la muerte de María Tudor provocó un cambio de planes. La alianza matrimonial con Francia era necesaria, y viendo que la boda de su hijo Carlos tardaría en realizarse, Felipe decidió sustituir a su hijo y ofrecerse él mismo como esposo de Isabel, como parte de los acuerdos alcanzados en la paz de Cateau-Cambrésis. Así el compromiso de la princesa y el rey de España quedó sellado el 3 de abril de 1559. No cabe duda de que el cambio de planes por parte del rey Felipe se debió a motivos políticos (poner fin a la enemistad entre los Austria y los Valois), contrario a lo que piensan los románticos.


Felipe II e Isabel de Valois, del Libro de Horas de Catalina de Médicis. Photo: Bibliothèque national de France.

El 22 de junio de 1559 se celebró en la catedral de Nuestra Señora de París la boda de la princesa Isabel de Valois con Felipe II, representado por poderes por el duque de Alba. Los enviados españoles llegaron a París unos días antes al señalado por la boda. El duque se arrodilló ante el rey, el cual le hizo levantar y, cogiéndole amistosamente del brazo, penetraron ambos en el salón, donde esperaban Catalina e Isabel, acompañadas por toda la corte.

Un cortejo imponente marchó desde el palacio del obispo a Nuestra Señora. Numerosos criados arrojaban monedas a la multitud que se apretujaba para ver a la princesa. Isabel, alta y morena, realzaba su belleza con un traje tejido de oro tan cubierto de pedrerías que apenas se distinguía la tela que lo formaba. Sobre los negros cabellos llevaba una corona cerrada en cuyo centro una espiga de oro sostenía un deslumbrador diamante que su padre le había regalado. Se apoyaba en el brazo de Enrique II. Llevaban la cola del gran manto de terciopelo azul, su hermana Claudia, duquesa de Lorena, y su cuñada María Estuardo, reina de Escocia. Terminada la ceremonia, Ruy Gómez se adelantó y puso en el dedo de la que ya era reina de España una sortija adornada con un diamante.

A esta ceremonia nupcial siguieron una serie de fiestas a cuál más aparatosa, la última de las cuales fue un gran torneo que se realizó en el patio del palacio Des Tournelles. Enrique II era hombre dado a los deportes. Como final de las fiestas se había organizado un torneo en el que participaban los más brillantes caballeros de la corte francesa. Cuando se dio cuenta de que el conde de Montgomery había puesto su lanza en alto por haber sido vencedor de sus adversarios, el rey quiso luchar contra él y en el choque se rompió la lanza del conde con tan mala fortuna que una astilla penetró por los intersticios de la visera, incrustándose en un ojo. El rey cayó al suelo. Se llamó a los médicos de la corte, que no sabían qué hacer en aquel caso. Se reprodujo la herida del rey en unos condenados a muerte a fin de investigar la cura, pero fue en vano. El rey de Francia murió cuatro días después, el 10 de julio de 1559.

Reina de España
La muerte del rey Enrique y la coronación de Francisco II hicieron retrasar la partida de la tercera esposa de Felipe II. No fue hasta enero de 1560 cuando Isabel sale del castillo de Blois para dirigirse a su nuevo país. El viaje fue duro; hasta finales de enero llega a la frontera, donde los sorprende una tempestad de nieve. A duras penas llegan al monasterio en Roncesvalles. En la gran sala de este monasterio tiene lugar la entrega de la reina a los representantes del rey español. Después, la comitiva continuó con su viaje hasta llegar a Guadalajara, alojándose en el palacio del Infantado. Isabel de Valois llegó al mencionado palacio el 28 de enero de 1560, allí fue recibida por su cuñada Juana de Austria, que se encargó de presentarle sus respetos en nombre de la familia real. Dos días después, arriba Felipe desde Toledo. Al día siguiente, 31 de enero, se bendijo la unión en la capilla del palacio, oficiando el cardenal Mendoza. Inmediatamente después se iniciaron los festejos, los cuales incluyeron numerosos banquetes, corridas de toros, música, recitaciones y fiestas de cañas. El día 3 de marzo los monarcas emprendieron el viaje a Toledo, donde se encontraba el infante Carlos; ciudad a la que llegaron el día 12 del mismo mes. Fue en esta ciudad donde se produjeron las mayores celebraciones y allí la reina recibió el cariño de sus súbditos. Isabel que penetró en la ciudad por la puerta de la Bisagra, tardó más de seis horas en llegar a la puerta del Alcázar, donde fue recibida por su hijastro, don Carlos; por Juan de Austria y por Alejandro Farnesio. Pero a los pocos días de su llegada a Toledo, Isabel cayó gravemente enferma, aquejada de viruela; por lo que quedaron suspendidos los festejos.


Escena de serie Reinas

La vida matrimonial de Isabel de Valois fue armoniosa, ya que ambos esposos se profesaron un gran cariño, a pesar de las discretas infidelidades cometidas por Felipe II, entre los años 1560 y 1564, sobre las cuales Isabel no realizó ningún comentario. Así la reina en una carta enviada a su madre afirmó lo siguiente: Este lugar me parecía uno de los más aburridos del mundo. Pero os aseguro, Señora, que tengo un marido tan bueno y soy tan feliz que aun cuando fuese cien veces más aburrido, yo no me aburriría nadaA finales de 1560 Isabel tuvo la primera regla y Felipe II se decidió a consumar el matrimonio, lo cual no fue fácil porque, como el embajador francés escribía a la reina Catalina de Médicis, "la fuerte constitución del rey causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitarlo".

La corte española era muy distinta a como la pintan algunos historiadores. Al rey Felipe II le gustaba bailar y al parecer lo hacía con gracia compartida por la de su esposa. Se celebraban pequeñas y grandes fiestas, entre las que figuraban las partidas de caza que tanto gustaban a la reina por ser una magnífica cazadora con ballesta.

Apariencia
Brantóme describe a Isabel en estas palabras: "tenía hermoso rostro y los cabellos y ojos negros, su estatura era hermosa y más alta que la de todas sus hermanas, lo cual la hacía muy admirable en España, donde las estaturas altas son raras y por lo mismo muy apreciadas; y esta estatura la acompañaba con un porte, una majestad, un gesto, un caminar y una gracia mezcla de la española y la francesa en gravedad y en dulzura". El cronista Cabrera de Córdoba la describe de "cuerpo bien formado, delicado en la cintura, redondo el rostro, trigueño el cabello, negros los ojos, alegres y buenos, afable mucho".


Élisabeth de Valois, Anguissola, c1559. Photo: Kunsthistorisches Museum, Vienna. Fuente: 

Los retratos que de Isabel conservan muestran que si no era clásicamente hermosa, tenía, en cambio, el rostro mignon y la figura grácil y esbelta. Además tenía la elegancia y el charme de los Valois, todo lo cual la hacía sumamente atractiva. Aunque su hermana Margarita y su cuñada María Estuardo eran consideradas más bonitas, Isabel era una de las más atractivas entre las hijas de Catalina de Médicis. 

Brantóme asegura haber oído decir que "los cortesanos no se atrevían a mirarla por miedo a enamorarse de ella y despertar celos en el rey su marido y, por consiguiente, correr peligro de la vida"; y que "los hombres de iglesia hacían lo mismo por temor a caer en tentación, pues no confiaban tener bastante fuerza y dominio sobre su carne para guardarse de ser tentada por ella". Afirmaciones que si son seguramente excesivas, resultan elocuentes respecto a la fama de que gozaba la belleza de Isabel entre los súbditos de su esposo.

¿Hubo un amorío entre la reina Isabel de Valois y el príncipe Carlos?
Los rumores acerca de la supuesta infidelidad de Isabel con su hijastro, Carlos de Austria, no tienen ningún fundamento. Felipe II confiaba plenamente en su esposa, llegando a confiarle sus asuntos de Estado. Cuando Catalina de Médicis, reina de Francia, recibe a su hija Isabel, reina de España, después de seis años, en las conversaciones de Bayona de 1565. La madre de Isabel replica "muy española venís", haciendo referencia al empeño de su hija por defender los intereses de la monarquía española.

Según la leyenda, el príncipe Carlos se enamoró de la reina cuando asistió a su boda como testigo, lo cual es falso, ya que el príncipe no asistió a la ceremonia debido a problemas de salud. Según la versión romántica, dada la diferencia de edad, Isabel prefirió buscar amores en los brazos de su hijastro, de entonces catorce años. Lo que no deja de ser absurdo, ya que el rey Felipe, a sus treinta y dos años, era un hombre rubio, juvenil, delgado y de aire más flamenco que español. Carlos era un muchacho con la cabeza grande, cuerpo enclenque, con una giba en la espalda y una pierna más corta que la otra.


Don Carlos de Austria. Retrato del Príncipe de Asturias por Alonso Sánchez Coello.

Las atenciones que la joven reina prodigaba al trastornado don Carlos no prueban nada en cuanto al supuesto romance. Si don Carlos sobrevivía a su padre, como era de suponer, la suerte de Isabel y sus hijos dependería mucho de la relación con su hijastro. Además, Catalina de Médicis concibió el plan de casar a su otra hija, Margarita, con el príncipe Carlos, por lo que era importante que Isabel estuviera en buenos términos con el príncipe.

Al llegar a España, Isabel realmente se compadeció de su hijastro. Si de ella hubiese dependido, habría puesto fin a la discordia que reinaba entre el príncipe y su padre. Don Carlos se sintió conmovido por la acogida de la reina. A pesar de que no conocía freno a sus caprichos y de que todos cuantos le trataban temían su arrogancia, en presencia de Isabel se mostraba lleno de respeto. Le gustaba participar en sus juegos y buscaba el modo de tenerla contenta. No descuidaba ocasión de testimoniar la simpatía que sentía hacia ella. 

El príncipe Carlos era un gran problema para su padre. Ya desde niño se divertía torturando pájaros y a otros animales. En su adolescencia llegó a matar al caballo preferido del rey. Más tarde, tomó la costumbre de golpear a sus servidores. Pero el verdadero objeto de su odio era el rey Felipe. Don Carlos planea huir a Flandes y casarse con la archiduquesa Ana. Incluso le solicita ayuda a Juan de Austria para que le facilite el paso a Italia. Don Juan, siempre fiel a su hermano Felipe, se dirige a El Escorial a informar al rey. 

Maternidad
En mayo de 1564, se anuncia la noticia del estado de la reina. El embarazo provoca gran malestar a la reina. Los médicos recomiendan sangrías, con lo cual no hacen más que provocar un aborto de dos mellizos de tres meses. En opinión de los médicos su vida corría grave peligro y por ese motivo Felipe II realizaba frecuentes visitas a sus aposentos. El rey quedó muy afectado por este suceso, hasta el punto de prometer cesar sus amores extramatrimoniales. La protagonista de estos escarceos era Eufrasia de Guzmán, con la que inició un romance poco después de llegar Isabel, cuando no podía consumar el matrimonio.


La Infanta Catalina Micaela y su hermana mayor, Isabel Clara Eugenia, en 1570, por Sofonisba Anguissola.

En el otoño de 1565 Isabel quedó nuevamente embarazada y el 1 de agosto de 1566 dio a luz en el palacio de Balsain (Segovia) a su hija primogénita, Isabel Clara Eugenia. A pesar de la desilusión inicial, el monarca intentó animar a su esposa que se mostró muy apenada por no haber dado a luz un hijo. Aproximadamente un año después, el 10 de octubre de 1567, nació Catalina Micaela y dada la condición de ésta y la delicada situación del heredero al trono, la cuestión sucesoria se hacía cada vez más desesperada. Ambos embarazos fueron muy duros para Isabel que se vio afectada por fuertes dolores de cabeza, mareos y vómitos.

Cuando la reina recibió la noticia de la detención de Carlos, lloró durante dos días hasta que el rey le mandó que dejase de hacerlo, pues a él también le dolía lo sucedido. Felipe II encarga a un tribunal presidido por el cardenal Espinosa que estudie el caso y proceda a la inhabilitación de Carlos, el cual se declara en huelga de hambre, a lo que sigue días de glotonería sin medida. Bebe cantidades ingentes de agua helada con la que también rocía su cama, acostándose después en ella, lo cual sin duda contribuyó a su muerte, que tuvo lugar el 24 de junio de 1568. Pocos antes de morir recobró la lucidez, pidió perdón y solicitó la presencia del confesor. Tenía veintitrés años.

Muerte
El último año de la vida de Isabel estuvo marcado por su profunda tristeza. Así intentó mediar sin éxito, en el conflicto que mantenía el rey con su hijo Carlos, aunque la locura de éste se agravó tanto que fue imposible interceder por él. La muerte de Carlos fue un duro golpe para ella, que en aquellas fechas se encontraba embarazada.

Una vez más la intervención desacertada de los médicos, provocó grandes sufrimientos a Isabel de Valois. Puesto que diagnosticaron trastornos intestinales a la reina, cuando en realidad ésta había quedado nuevamente embarazada en las Navidades de 1567. Así el duro tratamiento al que fue sometido empeoró su estado de salud de tal modo, que en el mes de septiembre no podía levantarse de la cama. Durante los días siguientes Isabel sufrió de fuertes dolores de riñones y de trastornos digestivos y urinarios. El 22 de septiembre de 1568 notó como las fuerzas la abandonaban y supo que el momento de su muerte estaba cerca, por ese motivo solicitó la presencia de su confesor y pidió al monarca que fuera a visitarla. En la última conversación privada que mantuvo con Felipe II, ésta rogó el perdón del monarca por no haber concebido hijo varón y le expresó su pena por dejar a sus hijas huérfanas a tan temprana edad. Además recomendó al monarca que tratara con consideración a las damas de su séquito y que sobre todo mantuviera la concordia con Francia.

Isabel dispuso poco antes de morir los detalles de su funeral. La reina pidió ser enterrada con un hábito de san Francisco, en el monasterio de las Descalzas Reales, tras lo cual solicitó por escrito la autorización de su cuñada, que había fundado el mencionado monasterio. El 3 de octubre comenzó a sentir terribles dolores y ante la sorpresa de todos, dio a luz a una niña de cinco meses, que apenas vivió unas horas. El pueblo lloraba su perdida, la corte hacía lo mismo y el desconsolado marido, que desde ese momento siempre vistió de negro; se recluyó por unos días en el monasterio de San Jerónimo para rezar por alma.


Fuente:
Fisas, Carlos. (2000). Capítulo 5: Isabel de Valois. En Historia de las Reinas de España(pp.52-70). España: Planeta.

http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=isabel-de-valois-reina-de-espanna

19 ene 2018

¿Cómo era la apariencia de Cristóbal Colón?

"El Almirante era un hombre apuesto, de estatura más que mediana, de rostro alargado y mejillas bien definidas; ni delgado ni grueso. Tenía nariz fina y ojos muy claros; el tono de la piel también era claro (a veces un poco sonrosado). De joven tuvo cabellos rubios, pero encaneció a los 30 años de edad. En cuanto a bebida, mujeres y ropa siempre dio señales de ser razonable y modesto."


Monumento a Cristóbal Colón en el Paseo Colón de Lima.

Ninguno de sus contemporáneos -escritor o pintor- se afanó por dar un retrato de Cristóbal Colón medianamente auténtico. Las imágenes que han llegado hasta nosotros -obras de composición literaria o imaginativa más que testimonios auténticos- son todas tardías y fueron forjadas después de la muerte del héroe por escritores que, en su mayoría, no lo conocieron y rinden pleitesía a cierto género sin preocuparse mucho por decir la verdad. En todos esos retratos se perciben claramente el artificio o el encargo y, casi siempre, el deseo de exaltar virtudes extraordinarias en un hombre llamado a realizar elevadas hazañas. 

Parafraseando y adornando -según su costumbre- el Diario del primer viaje, Las Casas nos ofrece una descripción del primer encuentro entre españoles e indios, que no ha perdido celebridad y se cita hasta en manuales destinados a niños de escuela primaria.

El gran número de indios que allí se encontraba quedaron embobados al mirar a los cristianos. Contemplaron estupefactos sus barbas, la blancura de su piel y su ropa. Se dirigieron a quienes llevaban barba y, sobre todo, al Almirante, al darse cuenta de que era el personaje de mayor consideración, porque sobresalía, por la autoridad que emanaba de su persona y porque estaba vestido de escarlata. Le tocaron las barbas con los dedos, y se maravillaron porque ellos no tenían. Contemplaron con gran atención la blancura de manos y rostros. Al ver su candor, el Almirante y los suyos complacientemente los dejaron hacer.

Es una escena muy bella del género idílico. En todo caso, la imagen que pinta Las Casas contradice en algunos puntos la que se debe a Fernando Colón. Aquí aparece un hombre que se coloca en primera fila y es de gran prestancia; el color escarlata, rojo vivo de su vestimenta no responde en absoluto a la virtuosa modestia tan alabada por el hijo.  

Los responsables de la exposición de Chicago, consagrada en 1893 a Cristóbal Colón y al descubrimiento de América, pudieron, por consiguiente, ofrecer a los visitantes 71 retratos (originales o copias). Por supuesto, no existía entre ellos ningún parecido. Todos presentaban rasgos diferentes: tez clara o morena, e incluso aceitunada; tipo mediterráneo (incluso oriental), o nórdico (dentro de la tradición de los más célebres bárbaros); rostro ovalado o alargado (a veces con perfil de directa herencia griega).


Virgen de los Navegantes (Alejo Fernández), 1531-37. Óleo sobre tabla. 

Cristóbal Colón

Unos cuantos dibujos o pinturas de caballete han logrado retener más la atención debido a cierto aroma de autenticidad. Morison, con cierta simpática ingenuidad, demuestra gran ternura por un cuadro pintado en 1520 por un artista cordobés, Alejo Fernández, para la confraternidad de marinos, armadores y pilotos de Sevilla. Se trata de una Nuestra Señora del Buen Aire, donde aparece una virgen muy joven y sonriente, que envuelve entre los pliegues de su capa a varios personajes arrodillados. Uno de esos hombres, a la izquierda, según se dice es Cristóbal Colón. Se trata sin duda de una seductora hipótesis, pero no tiene otra base que el suponer que el pintor conoció en su juventud al Almirante, el cual entonces residía en Córdoba. En 1520 ese encuentro había tenido lugar, por lo menos, 30 años atrás, y el propio Colón ya tenía 15 de muerto.

Otro retrato a menudo considerado "auténtico": éste, se afirma, fue pintado entre 1530 y 1540, o sea, más tarde que el anterior, para el obispo de Como, Paolo Giovo. Este prelado, humanista y médico, había reunido una galería de retratos de hombres célebres en aquella época, descritos, por otra parte, en su Elogío de hombres ilustres, publicado el año de 1551, donde efectivamente habla de Colón. Ahora bien, la colección de retratos de la galería Giovo compuesta e ilustrada en esa época, las Musei Joviani Imagines, la cual reúne en cuatro gruesos volúmenes 130 grabados en madera con sus respectivos comentarios, asignan al Almirante un tipo físico e incluso una ropa (el hábito franciscano) muy diferentes a los de la pintura de caballete conocida hoy en día.

S. E. Morison nos lo presenta en estos términos: "...Esbelto, bien puesto, pelirrojo, de faz encendida con algunas pecas, nariz de trazo firme, rostro alargado, ojos azules, pómulos salientes..."

Durante el siglo XVI (incluso más tarde) el descubrimiento y la conversión: el Almirante con atuendo cortesano, casaca entallada, gran sombrero, la ropa siempre adornada con cintas y encajes, desembarca en tierra desconocida; lo acompañan dos soldados con arcabuz al hombro; otros plantan una cruz en el suelo; un cacique -casi siempre el célebre cacique Guacanagari, según afirman los textos explicativos-, acompañado de algunos salvajes más o menos desnudos, le lleva presentes de oro y plata: magníficas piezas de orfebrería ricamente labradas, cofrecillos, copas e incensarios, todo ello del más puro estilo europeo de aquella época. 


Bibliografía:

Heers, Jacques. (1992). Primera colonización de las Indias Occidentales. En Cristóbal Colón(pp. 9-12). México: Fondo de Cultura Económica.


17 ene 2018

Los conventos en la Nueva España


Los conventos de monjas fueron en la época virreinal una institución característica, diferente a los cenobios fundados en la Edad Media y aun a los monasterios españoles, de cuyas características, sin embargo, participaban. El convento mexicano femenino participó, también, en la obra de catequización emprendida por los misioneros ocupándose de la enseñanza de las niñas indias, fue un refugio para la mujer soltera sin vocación para el matrimonio y centro de cultura y de trabajo a pesar de todos los inconvenientes que pueden señalarse en la enclaustración. 

El convento mexicano fue a un tiempo, lugar de oración y penitencia, centro de reunión social, taller de artes y oficios y escuela de enseñanza primaria para niñas que venían de fuera. 

Margo Glantz, Sor Juana Inés de la Cruz: Saberes y placeres, Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 1996

Cada una de las órdenes masculinas tenía su correspondiente convento femenino. La orden franciscana inspiró y aun dirigió los conventos de Santa Clara, San Juan de la Penitencia, San Felipe de Jesús, de las capuchinas, Nuestra Señora de Guadalupe y Corpus Christi; la agustina, el de San Lorenzo; la dominicana, el de Santa Catalina de Sena; la carmelitana, el de San José o Santa Teresa la Antigua y el de Santa Teresa la Nueva; los jesuitas, los llamados de la Compañía de María, que fueron el de Nuestra Señora del Pilar o de la Enseñanza y el de Nuestra Señora de Guadalupe o la Enseñanza Nueva. Además hubo monasterios independientes de las órdenes establecidas como el de la Orden concepcionista, el más antiguo de México y seminario de otros muchos y el de la Orden del Salvador o de las Brígidas. 

El primero en fundarse fue el de la Concepción. Cuatro monjas venidas del convento de Santa Isabel de Salamanca: Paula de Santa Ana, Luisa de San Francisco, Francisca de San Juan Evangelista, dirigidas por la superiora Elena Medrano o Mediano, arribaron a México acatando la cédula del Emperador Carlos V de 1540 y la bula de Paulo III y auxiliadas por Fray Antonio de la Cruz. 

El obispo Zumárraga se había empeñado mucho en la fundación de este monasterio. El Papa sólo había otorgado a las monjas los votos simples; pero a partir de 1586 ya se concede a ellas los solemnes y en 1760, adquiere el título de Real Convento de la Concepción y el derecho a usar de las armas reales en la portada. Fueron favorecidas con las limosnas que recogió Fray Juan de Zumárraga y gozaron del patronato de Tomás Aguirre de Suanzabar y de su esposa Isabel Estrada y Alvarado. El patronato para los conventos femeninos fue de singular importancia. Ricos mineros, comerciantes, viudas ricas, encomenderos, hacendados más tarde, acuden en auxilio de los conventos dando el dinero necesario para la construcción de los edificios, celebrando un contrato con la comunidad que se elevaba a escritura pública ante notario eclesiástico, con la autorización del prelado y en el que se estipulaban las multas, obligaciones y derechos. Es curioso este tipo de contrato porque una de las partes se obligaba a la prestación de servicios materiales, como era la de proporcionar el dinero necesario para la construcción del convento y por la otra se especificaban prestaciones de carácter espiritual: rezos por el bienestar del patrono y su familia en vida y por la salvación de sus almas. El entierro de los donantes se hacía en lugar preferente de la iglesia; sus armas se colocaban en lugar visible y los benefactores disponían de lugar de honor en todas las ceremonias. El patronato era, además, hereditario.

¿Cuáles eran las reglas que normaban la vida de las monjas en los conventos mexicanos? Las mismas en realidad que las seguidas en los europeos, levemente modificadas por las condiciones especiales del medio mexicano. Desde luego con excepción del de Corpus Christi y la Enseñanza Nueva, que se destinaron a las indias, los monasterios mexicanos estaban dirigidos para:

  • Españolas y criollas.
  • Hijas legítimas.
  • Gozar de buena salud.
  • Saber leer y escribir.
  • Manifestar su voluntad, libre de toda coacción de profesar.
  • Pronunciar votos de castidad, pobreza y obediencia.

En algunos conventos como los dependientes de la orden franciscana, el voto de pobreza era absoluto; en otros, como el de las concepcionistas, el voto era particular pues el convento podía poseer bienes propios. Las monjas estaban sujetas a la clausura que sólo podía romperse en casos excepcionales, por ejemplo, incendio, terremoto, o salida a otras casas para fundar nuevos conventos. 

Guido Caprotti, Monjas carmelitas ante Ávila, 1937
Óleo sobre lienzo
Foto: BlamaraPhoto

La admisión de las solicitantes al monjío la concedía el consejo del convento mediante votación secreta. La edad mínima para entrar como novicia era la de 12 años. Después de dos años de instrucción cambiaba el velo blanco por el negro de las profesas, siempre que hubiera cumplido los 16 de edad. La joven era confiada a alguna familia honorable conocida del monasterio para que la llevase a lo que entonces se llamaba "el paseo". Casi siempre se encargaba de eso la madrina; la vestía de sus mejores galas, la alhajaba con sus mejores riquezas y después de haberla paseado por la ciudad la presentaba al monasterio en donde se despojaba de sus galas en solemne ceremonia y vestido el hábito de la orden hacía su profesión. La dote que otorgaban las monjas o sus padrinos al entrar al convento generalmente era de 2000 a 4000 pesos. Algunas se les dispensaba, por ejemplo, si demostraban conocimientos matemáticos útiles en la administración o buenas voces aprovechables en el coro. La autoridad dentro del convento era la abadesa, priora o superiora que se elegía dentro de la comunidad de profesas, por voto secreto y ante la autoridad del delegado arzobispal cuando la vigilancia del convento recaía en el ordinario o de la del delegado de la orden masculina cuando correspondía a ella la dirección. La superiora estaba asistida por la vicaria, la maestra de novicias, la portera mayor y la contadora. 

Generalmente los conventos de monjas en México ocuparon amplios solares, ya que al primitivo claustro se le fue agregando casas vecinas hasta constituir pequeñas villas en las que las monjas vivían con cierta independencia. 

Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz,
Miguel Cabrera, ca. 1750 (castillo de Chapultepec).

Famoso fue el convento de San Jerónimo por haber vivido en él una de las más claras inteligencias femeninas que haya producido el mundo de habla española: Sor Juana Inés de la Cruz. Aportaron dinero para la fundación don Diego de Guzmán y su mujer doña Isabel de Barrios. El 29 de septiembre de 1585, cuatro religiosas del convento de la Concepción fundaban solemnemente el convento bajo la advocación de Santa Paula. Estaba sujeto a la vigilancia del ordinario. Podían ingresar a él españolas y criollas, mediante el pago de 3000 pesos de dote. Tenían dormitorios comunes y la regla era menos austera que la de los conventos de capuchinas y carmelitas. Podían poseer libros y el consejo estaba formado por la priora, las vicarias, las correctoras, las procuradoras y las definidoras.

El hábito que usaban es el que muestra el retrato tan conocido de Sor Juana: hábito blanco, doble manga, manto y escapulario de "paño de buriel negro", toca blanca, cinturón de cuero, medias y zapatos lisos, rosario al cuello con la cruz cayendo hacia el hombro derecho, escudo con el santo de la advocación de la religiosa con el marco de carey.

El convento de monjas contribuyó eficazmente en dar a la niñez femenina una educación que tenía que ser, naturalmente, la de la época, religiosa de preferencia; fue centro de actividad social y artística. Contribuyó en buena parte a la exaltación del arte barroco en el adorno de sus retablos, en el primor que alcanzaron las artes del bordado y de la costura y coadyuvó a la creación de una cocina y de una repostería mexicana de la que todavía disfrutamos en sus guisos, sus postres y pasteles. 



Bibliografía:
Jimenez Rueda, Julio. (1960). La Iglesia y el Estado. En Historia de la cultura en México(pp.128-135). México: Cvltvra.

16 ene 2018

Portugal y España: Repartición del Nuevo Mundo


Biblioteca Estense Universitaria, Modena, Italy, 1502

Los soberanos realizaban una campaña diplomática de gran envergadura para asegurarse derechos indiscutibles. El descubrimiento de islas, costas y golfos en tierra firme abría inmensas posibilidades a la expansión española. Pero los portugueses, omnipotentes en el mar, habían reafirmado su ambición de descubrir y dominar nuevos mundos. Además -y sobre todo- había que evangelizar a los pueblos paganos, por lo cual el Papa debía tomar una decisión sobre las intenciones y proyectos de los dos reinos ibéricos. No era asunto fácil. Casi un año se dedicó a las negociaciones, al intercambio de misivas y de embajadas, a los discursos y a las advertencias.

El Papa era español: Alejandro VI, de la familia de los Borgia. No era creación de los soberanos católicos pero sí les debía mucho, empezando por su elección. Dedicó a este asunto cuatro bulas sucesivas, lo cual pone de manifiesto la importancia de la cuestión y las vacilaciones de Roma. La primera bula, del 3 de mayo de 1493, Inter caetera, escrita cuando Colón se hallaba en Barcelona, fue enviada inmediatamente a España y debía llegar a la corte antes de que terminara el mes. Contenía, a título probatorio, largos resúmenes de la famosa Carta o relato del Almirante. El documento pontificio se contenta con afirmar que nadie había tenido antes conocimiento de la existencia de las tierras recién descubiertas; que los habitantes de aquellas regiones, "pueblos muy numerosos y pacíficos que viven desnudos y no comen carne humana", están dispuestos a recibir la fe cristiana. El Papa confirma asimismo la soberanía de los reyes de Castilla sobre esas tierras descubiertas o por descubrir. Una fórmula bastante ambigua. Por una parte, el mencionar a Castilla sin aludir ni a Cataluña ni a Aragón, puede parecer un mero arcaísmo: sólo Castilla, antes del matrimonio de los Reyes, se había interesado en los viajes atlánticos, y la bula se adaptaba a la costumbre de la época. Muchos comentaristas e historiadores se han preguntado si los catalanes no quedaron en alguna forma excluidos de esos privilegios. Incluso subrayan que aun cuando Colón estuviese de visita en la corte, entonces en Barcelona, su descubrimiento no había tenido gran eco en Cataluña: los cronistas o no hablan de él o lo hacen mucho después. Por otra parte, Alejandro VI parece haber olvidado totalmente los derechos adquiridos por Portugal y los privilegios que les había concedido la Santa Sede, en la época de sus viajes a África y las islas, sobre todo a Madera. 

Alejandro VI

Por esto la bula pontificia provocó muy pronto una virulenta protesta por parte del rey de Portugal, Juan II, ya enterado del paso de Colón por Lisboa y de algunas partes del Diario.  El embajador portugués hizo valer una bula de fecha anterior (1481), Aeterni Regis, que confería a Juan II todos los territorios por descubrir al sur de las Canarias, a fin de proteger los derechos portugueses sobre las costas y territorios africanos, pero que también podía aplicarse muy lejos hacia el Poniente, más allá del mar océano. Complicaba y envenenaba la situación el descubrimiento de esas islas por parte de los españoles. 

Por aquellas fechas, también los Reyes Católicos enviaron embajadores: el arzobispo de Toledo y Diego López de Haro. Ambos llegaron a Roma el 25 de mayo y, tres semanas después, adelantándose a tomar la ofensiva, reprocharon públicamente al Papa su mala administración en Italia, la venalidad de sus funcionarios y la corrupción que reinaba en la corte romana. En ese mismo momento, Carvajal ensalzó en un verdadero sermón, pronto impreso, las acciones de los soberanos en apoyo y gloria de la Iglesia, y reivindicó para ellos el descubrimiento "de las islas desconocidas del lado de las Indias". Lo hizo tan bien Carvajal que en vez de recurrir a los privilegios portugueses, el Papa cedió y promulgó una tras otra dos bulas en las que se establece una partición muy favorable a España. En primer lugar, Eximiae devotionis, donde sencillamente se confirma que las tierras descubiertas le tocaban a Castilla. Después, otra bula también titulada Inter caetera, que traza una línea de demarcación entre los dos futuros imperios. Esta línea debía pasar a 100 leguas al oeste y a 100 leguas al sur de todas "las tierras denominadas Azores e islas de Cabo Verde". Un poco después, en una cuarta bula, Alejandro VI, el 26 de septiembre de 1493, extendió en forma bastante vaga las "posesiones" de España y le garantizó, en algún sentido, todas las tierras por descubrir, sin importar donde se encontrasen. Roma tomó partido y, sin matizar, se puso al servicio de los intereses españoles. El prestigio logrado con la toma de Granada y con el regreso triunfal de Colón favoreció mucho a los Reyes Católicos. Los portugueses no podían dar su anuencia y se propusieron tratar directamente sin recurrir al arbitraje pontificio. 



Nuevas y muy vivas protestas de Juan II hicieron que Fernando e Isabel decidieran llegar a un entendimiento. El 7 de junio de 1994, por el tratado que se firmó en Tordesillas, Portugal, la separación entre ambas potencias se fijó en una línea meridiana que va mucho más lejos que la anterior, a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, lo que para nosotros equivaldría a 46° y medio de longitud oeste. Esta línea asignaba a España todas las islas descubiertas o por descubrir en las Indias Occidentales, y cortaba el continente sudamericano en Brasil, un poco al este de la desembocadura del Amazonas. Por lo demás, la línea de 100 leguas (38° oeste) pasaba entre los sitios actuales de Recife y de Salvador. En principio, los negociadores de Tordesillas habían previsto que dos carabelas, una por cada nación, llevando a bordo pilotos, astrólogos, patrones, marinos y cartógrafos partirían de las Canarias, se dirigirían a Cabo Verde, de donde singlarían en dirección oeste para llegar a la línea a 370 leguas de distancia. Era una actitud muy optimista, y los soberanos pronto reconocieron que tales navegaciones y mediciones en línea recta eran utópicas. 

Las decisiones de Tordesillas se oponen a las ideas y pretensiones del genovés, quien, en diversas ocasiones, justificó la línea de 100 leguas y le atribuyó validez absoluta. La Relación dirigida a los reyes en agosto de 1498, por tanto mucho después de Tordesillas, dice e insiste con toda claridad: 
...Recordé muy bien entonces que cada vez, rumbo a las Indias, pasaba algunos centenares de leguas al oeste de las Azores, notaba cómo, en ese lugar, la temperatura cambiaba a lo largo de una línea que va de Norte a Sur.

Así puede verse con claridad que los límites jurídicos fijados a la expansión española se situaban al contrario de lo que deseaban ambiciosos navegantes, pobladores o monjes. Las disposiciones de Tordesillas que contradecían una opinión muy arraigada no constituyeron un éxito diplomático. Pero en el terreno de los hechos, durante algún tiempo, dejaron un vasto campo de acción totalmente libre, y no lograron desviar la voluntad de los Reyes Católicos, quienes, sin reticencia y con muchos medios, acometieron la aventura. 



Bibliografía:
Heers, Jacques. (1992). Primera colonización de las Indias Occidentales. En Cristóbal Colón(pp. 370-373). México: Fondo de Cultura Económica.

Las naves de Cristóbal Colón

Todos los textos concuerdan en lo relativo a los navíos: son carabelas, casi sin excepción. Colón escribe a veces nave (nau) para designar, desde el primer viaje, a su Santa María, pero sin duda lo hacía para indicar un tonelaje algo más considerable, un origen (gallego) diferente y el hecho de que se trataba de la capitana; pero en ningún caso podría afirmarse que quiso designar un navío de otro tipo. Emplea espontáneamente el mismo término, nau, para hablar de navíos en general, sin asignarles características especiales. 
Los descubrimientos marítimos realizados tanto en las costas africanas por los portugueses, como en la ruta a las Indias por Colón, parecen así íntimamente ligados a un tipo de navío que todos los patrones, armadores, mercaderes y administradores reales denominan carabela con bastante precisión. 
Pero, ¿cómo era una carabela? ¿Cómo definirla? ¿Se le puede asignar cierta superioridad sobre otros navíos de la época?

Réplica de la carabela Santa María, en el Muelle de las Carabelas de Palos de la Frontera, 3 August 2007, Miguel Ángel "fotógrafo"

La carabela no era una buena nave mercante. Leyendo centenares e incluso millares de contratos de fletamento, de seguros, de actas de litigios y testimonios, de contratos de venta, de reparticiones y asociaciones, ese término no se emplea, salvo en rarísimas excepciones, cuando se trata de transportes de alguna importancia y gran capacidad. Notarios y magistrados hablan de naves, cascos, balleneros, carracas o cabanas, incluso de barcas, pero no de carabelas. Sólo aparecen a menudo en los grandes viajes de exploración, después de los primeros reconocimientos al sur de Marruecos, hacia 1420. En la época de Colón, por lo tanto, ya podía asignárseles un pasado glorioso.

Para describirlos faltan datos seguros. Es verdad que bastantes historiadores de la marina o de las técnicas de la navegación y de arqueólogos navales se han esforzado por reconstruir esos navíos, o por lo menos describir sus formas, dimensiones y aparejos. 

Con todo, se puede afirmar sin peligro que la carabela es un navío corto que sobresale relativamente poco del nivel del agua. Las estimaciones más corrientes establecidas después de los ensayos de reconstrucción asignan más o menos las mismas dimensiones a la Niña y a la Pinta: alrededor de 20 m de longitud, 6.5 m en el punto más ancho y 3 m de profundidad. La Santa María, según las cuatro principales maquetas, era más "redonda": sólo medía entre 16.5 m y 19 m en la quilla, y entre 23 y 26 m de longitud total; entre 7 y 8.5 m de ancho y de 3.5 a 4.5 de profundidad. Tenía un palo mayor de 24 a 27 m de alto (la cifra varía de un escritor a otro) y un puente superior de 18 m de largo. 

Lo más común es expresar el arqueo en toneladas porque aquellos navíos a menudo transportaban productos más bien estorbosos que pesados y lo principal era conocer su capacidad. En el Atlántico se calculaba entonces en toneladas brutas, parecidas a las de Burdeos, de cerca de 1000 litros o 1m3. Las dos carabelas más pequeñas, la Niña y la Pinta, tenían un arqueo de unas 60 toneladas cada una y el de la Santa María quizá fuese de 120. Desde hacía mucho éstas eran las dimensiones más ordinarias de la carabela ibérica. Bastante tiempo después, en 1523, entre 69 carabelas registradas en puertos portugueses, ninguna sobrepasaba las 160 toneladas y 56 de ellas se situaban entre 40 y 50 toneladas. 

¿Por qué la carabela? Eran embarcaciones pequeñas: menos de 100 toneladas de arqueo, cuando las galeras mercantes de Venecia o de Florencia podían transportar 300, de 300 a 400 las de Barcelona o de Marsella y alrededor de 1000 las enormes naves genovesas. Estos reducidos tonelajes tienen doble ventaja. 

Por una parte, el costo poco elevado del equipo: construcción, aparejamiento, velamen, tripulación, provisiones. Era un requisito indispensable teniendo en cuenta el desinterés por la operación de los grandes mercaderes, financieros, banqueros y armadores pertenecientes a compañías muy fuertes. En todo caso, no se veía por qué habrían de lanzarse grandes embarcaciones a tales empresas. Segunda ventaja de la carabela: la posibilidad de acercarse a la costa sin gran riesgo, de navegar en aguas de poca profundidad, de seguir todos los accidentes del litoral e incluso de surcar ríos. Navío por excelencia a propósito para viajes de descubrimiento.


Bibliografía:
Heers, Jacques. (1992). Navegación; técnicas y vicisitudes. En Cristóbal Colón(pp. 218-224). México: Fondo de Cultura Económica.