26 jun 2013

Catalina de Aragón (Parte 3)

Reina de Inglaterra
El viejo rey Enrique VII murió a las 11 de la noche del día 21 de abril de 1509. Pero su muerte se mantuvo en secreto durante dos días. Y su hijo continuó apareciendo en público como el príncipe Enrique y fue tratado como tal. No fue hasta la noche del 23 de cuando la verdad se hizo saber y el 24, el nuevo rey era proclamado en Londres. 

El cambio más dramático de la política fue la decisión de que el príncipe Enrique, ahora Enrique VIII, debía casarse con Catalina después de todo. Esta decisión también fue tomada probablemente a puerta cerrada en las primeras cuarenta y ocho horas de su reinado. Enrique estaba por cumplir dieciocho años mientras que Catalina tenía veintitrés. 

Enrique VIII

El 11 de junio de 1509, el nuevo rey, Enrique VIII, se casó con Catalina de Aragón en el oratorio de la iglesia próxima al castillo de Greenwich. La ceremonia fue breve y privada; Catalina vistió de blanco, con el pelo largo y suelto como correspondía a una novia virgen. Cuando describía la noche de bodas que siguió, al rey Enrique le agradaba jactarse de que en realidad había hallado a su esposa "doncella"; aunque años más tarde trataría de hacer pasar esos comentarios por "bromas", parece poco probable que bromeara. 

El día de San Juan tuvo lugar una celebración más pública y espléndida de la unión cuando, por órdenes del nuevo rey, su esposa compartió la ceremonia de coronación en la abadía de Westminster. Enrique VIII bien pudo haber apresurado deliberadamente la ceremonia de matrimonio para que Catalina pudiera "acostarse en la Torre la noche previa a la coronación". De esa manera, ella podía acompañarlo a través de la ciudad de Londres en la tradicional procesión a Westminster la víspera de la coronación.


Los londinenses podían observar a su nueva reina cuando pasaba en la litera, "soportada sobre el lomo de dos palafrenes blanco enjaezados con paño blanco de oro, su persona ataviada de raso blanco bordado, su cabello que pendía sobre la espalda, de gran extensión, bello y grato de contemplar, y sobre su cabeza una corona con abundantes y ricas gemas engastadas". Tomas Moro, en un estallido de éxtasis por el prometedor ascenso del nuevo monarca, destacó la contribución particular de Catalina: "Ella desciende de grandes reyes".
Pero según las crónicas, cuando la procesión de la reina paso por una taberna llamada "Cardinal´s Hat" el cielo azul se oscureció y empezó a llover. La lluvia era tan violenta, que el palio que cubría a la reina no pudo evitar que las galas de Catalina se mojaran. Algunos lo vieron como un augurio oscuro. Tal vez, una premonición de lo que ocurriría años después.


Coronación de Enrique VIII y Catalina de Aragón
En el mismo día 24 de junio la coronación fue llevada a cabo. Se gastaron 1.500 libras en la coronación de la reina solamente: tres veces la suma que habían costado las celebraciones de la boda en 1501 y apenas 200 libras menos de lo gastado para la coronación del propio rey.  Fueron necesarios alrededor de 1.830 metros de tela roja y otros 1.500 de tela escarlata de calidad superior. Se hicieron cuidadosas listas de aquellos con derecho a lucir la nueva librea de la reina de terciopelo carmesí. Catalina lucía por su parte una corona de oro, el borde engastado con seis zafiros y perlas y llevaba un cetro de oro rematado con una paloma. 

Tampoco la muerte de Margarita Beaufort, abuela del nuevo rey, ocurrida pocos días después de la coronación, causó demasiada pena. Se juzgaba que, como Simeón, estaba dispuesta a partir tras haber visto el ascenso con éxito del heredero varón de su "queridísimo hijo".

Dos tronos fueron colocados en una plataforma frente al altar mayor de la abadía de Westminster: el superior era para Enrique, y el más bajo para Catalina. Primero fue la coronación del Rey. Luego fue el turno de Catalina. El ceremonial de una reina consorte era algo más sencillo que el de un rey. No se le administro ningún juramento, ni tampoco, como mujer, se le invistió con la espada. Pero ella fue ungida en la cabeza y en el pecho, y el anillo de coronación se coloco en el dedo anular de su mano derecha, la corona sobre su cabeza, el cetro en la mano derecha y otro cetro de marfil rematado con una paloma en la izquierda. Catalina era ahora reina, tan sagradamente e inalienable como lo era el rey Enrique.

Matrimonio por amor
Su matrimonio con la princesa española había sido una decisión que el nuevo rey tomó por su cuenta. Y la tomó por razones de amor, no de política, gobernado por su corazón y no por la cabeza. Después de todo, no era difícil dar con argumentos en pro de una unión en la que había estado comprometido oficialmente seis años y que tenía evidentes ventajas materiales y diplomáticas. Catalina misma siempre creyó que el único auténtico obstáculo para su felicidad era Enrique VII.

Durante toda su vida, el rey Enrique VIII tuvo una gran capacidad para enamorarse. De sus seis matrimonios, cuatro fueron realmente por amor, uno por afecto, bordeando en el amor; el único matrimonio por razones puramente de Estado fue un desastre inmediato. 


En verano de 1509 era un hombre joven, ardiente, caballeroso, movido por los sufrimientos de la muchacha con la que había crecido considerándola su "más querida y bien amada consorte". No era difícil amar a la agradable y atractiva Catalina, con su carácter dulce y su evidente devoción al "príncipe su esposo", en especial por parte de un joven al que le habían sido negadas otras ocasiones para el romance. 

Porque Enrique, no menos que Catalina, había pasado sus años de formación en el aislamiento, privado de compañía femenina, obligado a mantener casi todas sus conversaciones en presencia del padre, que cuidaba de su heredero con tanto celo como en una época se había ocupado doña Elvira de su propia protegida. 

Apariencia de Enrique VIII
Para la reina Catalina, su nueva vida tenía todos los elementos de un cuento de hadas, incluida la presencia de un joven y apuesto príncipe. Nada tenía que ver con la imagen popular del rey Enrique VIII el hombre con el que se casó Catalina en 1509. Si pocas reinas han demostrado las capacidades mentales que poseía Catalina, pocos reyes han sido dotados por la naturaleza con cualidades físicas tan notables como el joven rey Enrique. 



Se ha sugerido anteriormente que Enrique y sus hermanas, igualmente rubias y notables, debían su aspecto a la herencia York. La semejanza entre Enrique VIII y su abuelo Eduardo IV es sorprendente si se comparan sus retratos a edades similares. Eduardo era también esbelto y famoso en su juventud por su "belleza de persona". Su hija Isabel de York heredó su buen aspecto rubio, mientras que Enrique VII, mucho más oscuro de pelo, su cara angosta y unos ojos pequeños como cuentas que eran el comentario de todos los observadores, en general era considerado por sus contemporáneos como de aspecto más francés que inglés.

Isabel de York, madre de Enrique VIII

Los comentarios de sorpresa del doctor De Puebla en 1507 acerca de los miembros gigantescos de Enrique fueron sólo los primeros de la larga lista de elogios que recibiría, no sólo en la lozanía de la juventud sino cuando ya contaba casi treinta años. En 1519, por ejemplo, cuando Enrique tenía veintiocho, el embajador veneciano Giustinian lo encontró "sumamente apuesto; la naturaleza no hubiera podido hacer más por él". Tenía una barba "que parece oro" y una tez tan delicada y clara como la de una mujer.

Era de suponer que descripciones líricas como ésas tal vez se debían en parte al contraste entre el aspecto de Enrique y el de la mayoría de los reyes. Cuando Enrique llegó al trono, Aragón, el imperio de los Habsburgo y Francia estaban encabezados por hombres mayores de mala salud. De la generación siguiente, los principales rivales de Enrique serían el nuevo rey de Francia, Francisco I, y Carlos de Austria, que sucedió a su abuelo como emperador Carlos V en 1519. Francisco I, alto y de buen físico, tenía sin embargo un aire mefistofélico con su larga nariz, que ni siquiera los mejores pintores del mundo lograron disimular del todo. El futuro Carlos V, aparte de su capacidad mental, era decididamente desgarbado, un adolescente con el poco atractivo labio inferior prominente de los Habsburgo. En esas circunstancias, tal vez no fuera demasiado difícil para Enrique VIII ser "el más apuesto soberano" que Giustinian "hubiera visto nunca". Aparte de sus colores (pelo dorado con reflejos rojizos, ojos azules y piel clara que todos elogiaban) su talla era heroica. El rey medía un metro ochenta y cinco de estatura, con hombros anchos y buenas piernas largas y musculosas.

La corte de Enrique y Catalina
En la corte del rey Enrique VIII y Catalina de había muchísimo ceremonial y formalidad, y muchísimo caos. Las reformistas Ordenanzas Eltham de 1525-1526 ilustran gráficamente la clase de desorden que imperaba (además de dar una idea de la necesidad constante de hierbas y perfumes para endulzar el aire, como se refleja en las cuentas reales). Después de la comida —que debía tener lugar entre las diez y la una— y la cena —de las cuatro a las siete— la comida y la bebida que sobraban debían darse a los mendigos, en lugar de ser abandonadas a las moscas y a los gusanos, y las carnes troceadas no debían darse a los perros. No debía haber "galgos, mastines, sabuesos u otros perros" en los palacios reales, aparte de unos cuantos perros de aguas pequeños para las damas (aunque las numerosas instrucciones que prohibían los perros en los dormitorios sugieren que, en general, esas órdenes eran desobedecidas). 


Era de acuerdo con la costumbre que el rey y la reina vivieran en dos casas colindantes con sus propios servidores. Por esta razón, la presencia de la reina fue muy bien recibida, ya que aumentaba sustancialmente la cantidad de puestos disponibles en la corte. 

La casa original de la reina Catalina estaba integrada por 160 personas, sólo ochos de las cuales eran españolas, aunque entre éstas había dos importantes figuras de su pasado, María de Salinas, que agradaba al rey (le había puesto su nombre a una nave) y fray Diego (al que no quería, pero que gracias al favor de Catalina sobrevivió a su servicio hasta 1515). El primer lord Chambelán de Catalina era el venerable conde de Ormonde, un veterano de la Guerra de las Rosas, pero en mayo de 1512 su puesto fue ocupado por William Mountjoy (que se casó con Inés de Benegas, una de las damas españolas que le quedaban a la reina). Según Eric Ives, Catalina todavía tenía una casa de 200 personas, entre ellos 30 damas de honor, en 1531.

Cuando el rey Enrique VIII decidía hacer el amor con su esposa, descorrían las cortinas de su cama, se enviaba a buscar su camisón (o bata) y lo ayudaban a ponérselo, y se llamaba a una escolta de pajes o servidores del dormitorio para que lo acompañaran con antorchas por el pasillo hasta la cámara de la reina. 

Embarazos
El rey necesitaba herederos, por lo cual tenía sobradas razones para hacer asiduamente el amor con su esposa. En el caso de Enrique VIII, dado su afecto por Catalina y el hecho de que ella fuera una joven bella y provista de encantos, era un deber de Estado muy agradable. La reina Catalina concibió su primer hijo con adecuada prontitud después de la boda, en junio de 1509. No se tenía motivo para dudar de su capacidad de engendrar, después de todo, provenía de un linaje fértil. Cuatro meses y medio más tarde el rey pudo escribirle a su padre político en España diciéndole no sólo que la reina estaba embarazada sino que "el niño en su vientre estaba vivo".


Ese bebé, una hija, nació muerta a los siete meses, el 31 de enero de 1510. Por algún tiempo, Catalina no se lo comunicó a Fernando en España y, cuando lo hizo, le pidió que no se enfadara con ella, pues "ha sido la voluntad de Dios". En todo caso, para el momento en que Catalina le dio la noticia, el 27 de mayo, ya hacía siete semanas que estaba embarazada de nuevo, aunque, según la costumbre de la época, era demasiado pronto para mencionar el hecho. Para fines de septiembre se pedían metros de terciopelo púrpura para "la sala de niños del rey". 

El 2 de enero de 1511 nació un hijo, al que llamaron Enrique por el padre, el abuelo y una larga linea que se extendía hacia atrás hasta los Enriques reales medievales. El príncipe bebé fue bautizado el 5 de enero (la archiduquesa Margarita era la madrina). Apenas unas cuantas semanas más tarde, las cuentas reales, que habían consignado numerosos pagos por terciopelo escarlata y carmesí para el torneo, pagaban a los comerciantes tela negra para el sepelio del príncipe Enrique, que solo había vivido cincuenta y dos días.

La reina volvió a concebir en la primavera de 1513, poco antes de que el rey viajara a Francia, aunque abortó en octubre. Como no hubo preparativos para el parto, parece que fue aborto y no el nacimiento de un bebé muerto. 

A comienzos de febrero de 1514, como ella le contó a su padre, dio a luz a un hijo al final del embarazo: "Un príncipe que no siguió viviendo luego". Hasta ese momento, en seis años, la reina había concebido al menos cuatro veces: aún no había cumplido los treinta. Y unos cuantos meses después del nacimiento del bebé en mayo de 1515, la reina volvió a quedar embarazada.

María Tudor

El 18 de febrero de 1516 la reina Catalina dio a luz una hija que fue llamada María. El parto había sido largo y duro. La reina Catalina nunca tuvo ocasión de decirle a su padre que Dios le había enviado al fin una hija saludable, aunque mujer. En realidad, la noticia de la muerte del rey Fernando le fue ocultada a la reina para que de la pena no se pusiera prematuramente de parto.

En 1518 pareció que remediaría su única deficiencia: el aporte de un heredero varón. En algún momento de la primavera, tal vez a fines de febrero, volvió a quedar encinta. El anuncio público de ese acontecimiento próximo "tan encarecidamente deseado por todo el reino", según las palabras de Giustinian, tuvo lugar a comienzos de julio. El príncipe esperado tan confiadamente resultó ser una princesa que nació muerta.

La reina Catalina tuvo seis embarazos en total, de los cuales solo uno resulto exitoso: la princesa María. En su último embarazo, Catalina ya tenía treinta y tres años y ya nadie creía que volvería a concebir ya que, según los estándares de la época, la reina se encontraba en la mediana edad.


Los embajadores ya no hacían comentarios sobre su belleza, sino más bien lo contrario. En un informe se la describía como más "fea que lo contrario". Otro informe, escrito mucho después, que describía a Catalina "si no bien parecida, por cierto no fea", probablemente se acercara más a la verdad. 

Pero los numerosos embarazos de la reina no habían mejorado su figura, siempre más bien gruesa. Ahora estaba incuestionablemente gorda, era una mujercita rechoncha de más de treinta años con un esposo atractivo y atlético seis años menor. Esa diferencia de edad entre ambos, que nadie mencionaba en el momento del matrimonio, empezó a llamar la atención: en 1519 Catalina fue descrita como "la esposa vieja y deforme del rey" (presumiblemente en alusión a su figura baja y rechoncha en exceso); mientras que a Enrique se lo consideraba "joven y bien parecido".

La erudición y carácter de la reina
El interés y el auspicio de la reina por el humanismo era una parte importante del proceso que formaba esa sociedad, como lo indicaban los libros dedicados a ella. Básicamente, el humanismo consistía en el uso de textos clásicos recién redescubiertos para ampliar la apreciación religiosa más que para obliterar la fe. Resultaba de natural interés tanto para el rey como para la reina, ya que ambos poseían una excelente educación clásica.

El 31 de octubre de 1517, un sacerdote llamado Martín Lutero clavó una lista de noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg: su indignación por la manera corrupta en que la Iglesia vendía "indulgencias" (el perdón de los pecados a cambio de dinero) ya era incontenible.


En Londres, la reina discutía las cuestiones planteadas por Lutero con su confesor de la iglesia española de frailes observantes en Greenwich, fray Alfonso de Villa Sancta, que también mantenía una estrecha amistad con Tomás Moro. Erasmo en realidad calificaba la erudición de la reina Catalina como superior a la del rey Enrique. El genuino gusto de la reina por el saber puso de moda los intereses intelectuales de las mujeres, al menos en las capas más altas de la sociedad. Fue la reina Catalina la que alentó a su cuñada María a reanudar el estudio del latín. Catalina, a su vez, estuvo relacionada con el Queen´s College de Cambridge, cuyo presidente, Richard Bekensaw, se convirtió en su limosnero en 1510, y como tal la atendía constantemente.

Como sus súbditos, entonces, el rey Enrique respetaba a su reina por su admirable carácter, por ser "tan religiosa y virtuosa como pueden expresarlo las palabras", según manifestó el embajador veneciano. Mostrar piedad, después de todo, era otro deber de una reina. La bondad de la reina Catalina iba inevitablemente unida a la cuestión de su caridad: ambas cosas son inseparables para la mente de la época. En Catalina de Aragón la piedad y la caridad eran naturales, y como el tiempo demostraría, la harían muy popular entre los afortunados que las recibían.

El embajador veneciano escribió el 19 de mayo de 1517 que 400 prisioneros estaban destinados a las galeras, "pero nuestra muy serna y muy compasiva reina, con lágrimas en los ojos y sobre sus rodillas dobladas, obtuvo el perdón de Su Majestad, realizándose el acto de gracia con gran ceremonia". La tradición de la mujer real frágil y tierna pidiendo clemencia de rodillas al varón todopoderoso formaba parte de la historia inglesa desde que la reina Felipa salvara a los burgueses de Calais con sus súplicas al rey Eduardo III.

Nace un bastardo real
La deslumbrante Bessie Blount había quedado embarazada del rey poco antes de la triste experiencia de Catalina (una princesa muerta). Catalina, con su habitual compostura, no hizo ningún comentario al respecto. En cambio, asistió (con el resto de la corte) a las festividades que dispuso el rey para celebrar el nacimiento del niño que, por otra cruel ironía, fue un varón saludable. 

El niño nació a comienzos de junio de 1519. Le pusieron el nombre de pila del padre y el tradicional apellido de un bastardo real, que indicaba orgullosamente su parentesco: Fitzroy. Fue otra señal del favor oficial que el cardenal Wolsey actuara como padrino de Henry Fitzroy, así como antes había sido padrino de la princesa María. En adelante, el niño saludable, bello y vivaz fue "bien criado, el hijo de un príncipe".


Cuando el rey Enrique reemplazó a Bessie Blount por una joven llamada María Bolena, la reina Catalina no mostró ningún signo exterior de sentirse molesta. Al terminó de su aventura real, María Bolena se casó, el 4 de febrero de 1521, con un hidalgo de la cámara privada llamado William Carey. A pesar de rumores posteriores que afirman lo contrario, ninguno de los hijos de María había sido engendrado por el rey Enrique: su hija Catherine Carey y su hijo Henry Carey, nacieron en 1524 y 1526 respectivamente, cuando el asunto había terminado.

María Bolena

El rey Enrique dispuso repentinamente el público ensalzamiento de su hijo ilegítimo de seis años, Henry Fitzroy. La primera ceremonia, que tuvo lugar el 7 de junio, fue el nombramiento del niño como caballero de la Orden de la Jarretera. Catalina de Aragón observaba desde el sitio elevado reservado a la reina.

Dos semanas más tarde, el hijo del rey fue nombrado duque de Richmond. Recibió además el ducado de Somerset y el condado de Nottingham, títulos también de la familia real. El de Richmond tenía precedencia sobre todos los otros duques ya existentes o futuros, salvo aquellos nacidos legítimamente del cuerpo del rey, o del cuerpo de sus legítimos sucesores. Se conferían grandes propiedades al nuevo duque, que además fue nombrado gran almirante, teniente general al norte del Trent y custodio de todas las provincias hasta Escocia. Henry, duque de Richmond, iría al norte para ser criado de la manera que convenía a su posición. 

María, princesa de Gales
La reina Catalina estaba furiosa. Como todas sus esperanzas para el futuro estaban concentradas ahora en su hija concebida legalmente, no podía dejar de sentirse mortificada por esta celebración del bastardo varón. Pero en el pasado se había tragado insultos semejantes. La reina, después de años de tratar al esposo con diplomática sumisión aparente, no ocultó ahora su resentimiento. Eso hizo que el rey, a su vez, se pusiera furioso; no estaba acostumbrado a que su esposa se comportara de aquella manera, y la novedad no la hacía más agradable. Parece probable que su decisión de enviar a la princesa María a Ludlow, con su propia casa, se debiera a su enfado con la madre.

Enrique, Catalina y la princesa María

Lo que desde luego no intentaba era la pérdida de rango de su hija María. El rey otorgó a Richmond precedencia sobre "todo el mundo", pero como la descendencia legítima del rey tendría precedencia sobre Richmond, según el acta de nombramiento, obviamente, la posición de María quedaba a salvo. 

Por el contrario, Enrique llevó a cabo otra acción para tratar a María como "princesa de Gales". Se la había tratado tácitamente como princesa de Gales en tiempos recientes, aunque formalmente nunca había recibido el título. Ahora la princesa María era enviada a Ludlow, capital de la provincia de Gales, como administradora titular del reino de Gales. Se le dio una casa magnífica; Margaret, condesa de Salisbury se hizo cargo de ella.

A pesar de todo su dolor por la partida —las casas previas de María habían estado todas próximas a la corte—, Catalina reconocía el deber de una princesa. Ése era al menos un reconocimiento de la posición de su hija.  En otoño de 1525 el rey y la reina estaban reconciliados. Mejoró la salud de Catalina, como ella misma contaba a la princesa María en una carta. 

Fue por esa época que la reina llevó a Vives consigo en su barca cuando viajó del palacio de Richmond a su convento favorito de Syon para orar. Vives habló sobre la naturaleza de la rueda de la fortuna, la imagen de los giros y los cambios del destino tan amada por los españoles. Entonces la reina le dijo que, ella personalmente si debía elegir entre los dos extremos, prefería la tristeza extrema a la felicidad extrema. En medio de la mayor infelicidad, reflexionaba, mientras que era demasiado fácil olvidar las cosas del espíritu en medio de la gran prosperidad. Era la clase de comentario inocente, fortuito, que la gente recordaría mucho después como un presagio del trágico destino de la reina. 

Pero en aquellos momentos la reina Catalina no tenía razón alguna para pensar que la rueda descendería aún más. Y entonces sucedió algo que derribó el mundo cuidadosamente construido y no del todo infeliz que la rodeaba. En la primavera de 1526, el rey se enamoró.




Bibliografía
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

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